Arnold, un niño de 7 años, volvía a casa desde la escuela andando. Lo hacía así desde el inicio del curso, sus padres le habían enseñado a prestar atención a todas y cada una de las cosas que sucedían en la calle y así él aprendió cuando podía y cuando no podía cruzar las calles, por dónde debía hacerlo, con quién podía y con quién no podía hablar, etc.
Además su casa estaba a 7 minutos del colegio.
Arnold se sentía mayor. Ninguno de sus compañeros del cole, volvía a casa andando él solo.
-“Pobre niño, sus padres no se ocupan de él. ¡Mírale como anda solo hasta casa!” Dijo la señora Peterson, sujetando a su hijo David fuertemente por el hombro.
-“¡Es una vergüenza!”- dijo la señora O’Connor “estos padres son de lo más irresponsables, seguro que se olvidan de que el pequeño existe.”
Arnold escuchaba estos comentarios diariamente. Los empezó a escuchar a las pocas semanas de haber empezado el curso.
Dobló la esquina, y en el número 7 estaba su casa. Abrió la puerta con la llave enlazada en un cordón azul que llevaba al cuello y que su madre le colgaba cada mañana al vestirle.
-“¡Hola mamá! ¡Hola papá!”- saludó Arnold.
-“¡Hola cariño! ¿Qué tal ha ido el día en el cole?”
Se sentaron los tres a merendar en la cocina y a charlar sobre cómo había ido el día, tal y como hacían siempre.
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