24 de enero de 2012

¿Te atreves?

¿Qué nos aporta tener relaciones personales y/o profesionales sin conflictos, si eso supone no poder expresar lo que siento o pienso en un momento determinado?


¿Para qué mantener relaciones en las cuales no me manifiesto en toda mi naturaleza o no soy yo al 100%?
“En la comunicación, la verdadera sabiduría es entrar en contacto con el otro a partir de un espacio de respeto hacia uno mismo/a”
Esta frase, encontrada en un libro hace unos días, es una de las mejores definiciones que he leído sobre cómo la comunicación puede ayudarnos a crear relaciones auténticas, en definitiva, a vivir de una manera más auténtica.

No me engaño y sé que muchas de nuestras interacciones son formales o no pretendemos con ellas conocer o descubrir a la otra persona. Y quizá tampoco necesitemos, en esas interacciones, que la otra parte sepa quienes somos o pensamos en realidad. Y supongo que esto nos permite caminar cada día en una sociedad algo fingida. Pero… (y tengo un pero) tengo la sensación que de tan acostumbrados que estamos a “fingir” a “no ser nosotros” a “no generar un conflicto” a “agradar o caer bien” hemos perdido el camino de una comunicación auténtica.

Veía el otro día un vídeo sobre un gracioso pez, que a mi juicio, da algunas pistas de lo que se produce cuando no nos mostramos tal cual somos.



Quizá hubo un momento que necesitamos “aparentar” un mayor tamaño para evitar ser devorados por el pez grande y pasó el tiempo y ya no fuimos capaces de volver a nuestro tamaño auténtico o nos dio miedo.

Y quizá esa actitud nos vino bien para protegernos, pero también nos alejó de otras posibilidades y para mi, una de las más importantes, es que las personas que estuvieron a nuestro lado, en realidad, no saben quienes fuimos, porque no les expresamos cómo nos sentíamos, qué pensábamos, qué necesitábamos, no fuimos capaces de pedirles o de decirles que no.

Para muchas personas, expresarse así es mostrar debilidad, cuando en realidad no hay, desde mi punto de vista, mayor valentía que esa.

En el momento en que me respeto y valoro, no encuentro debilidad alguna en expresar, cuando así lo deseo y necesito, quien soy. Por supuesto que habrá momentos y circunstancias donde me permita “inflarme” como el pez, pero siempre desde la elección y no desde el “así me manejo yo o no sé hacerlo de otra manera”.

En nuestro próximo taller, los días 17 y 18 de febrero trabajaremos en grupo sobre todo esto bajo el título “¿Te atreves a descubrirte y a expresarlo?”. ¿Te atreves? Te esperamos.

19 de enero de 2012

Las capas de la cebolla

Paul, el padre de Arnold, removía su taza de té distraídamente, sentado frente a una ventana.

Leila, su esposa, se sentó a su lado y le preguntó por qué parecía distraído y algo abatido.

“Es algo extraño” – respondió –“me siento como una cebolla ahora mismo”.

“¿Cómo una cebolla?” preguntó Leila.

“Si, exacto. Como una cebolla”. Continuó Paul. “En el centro, muy en el centro sé que las capas son blanquísimas, suaves, perfumadas. Es decir, sé que soy una persona feliz, que sabe disfrutar de la vida y que habitualmente lo hace. Sé que cuando algo no funciona, no me gusta quedarme esperando a que se arregle, sino que hago algo para que la situación cambie y mejore. Luego, hay unas capas encima que son algo más gruesas, más burdas. Son como las obligaciones que no adquiero porque yo quiero, sino que las adquiero por compromisos, aprendizajes, creencias,....ya sabes, esas cosas que no disfrutas tanto haciendo y sin embargo, si dejas de hacerlas, te sientes mal y abatido.”

“Si, lo entiendo perfectamente. A veces yo también encuentro esas capas en mi interior”. Comentó Leila.

“Si continúo hacia fuera, -dijo Paul- me voy encontrando con un montón de preocupaciones, quejas, sentimientos de culpa. Habitualmente mi cebolla está invertida, es decir, estas capas se encuentran ocultas y no las veo. La verdad no me gusta mucho verlas, así que no les suelo prestar atención cuando están escondidas en el interior. Sin embargo, hoy ha pasado algo que ha invertido a la cebolla. Así que aunque sé que soy un hombre feliz, hoy me siento pesado y abatido.”

“Vale, pues hagamos algo que vuelva a invertir tu cebolla. ¿Te apetece?” comenta Leila.

“Bueeeeno...si, ¿por qué no?” Responde Paul algo dubitativo.

“Mmmmmmm.........déjame pensar.” –Leila abre las puertas que dan al jardín, de par en par, que está tapizado de florecillas pequeñas, mezcladas con el césped y sale corriendo – “¡Te reto! Una carrera hasta el pinar.”

Paul se levanta de inmediato, sin pensar y sale corriendo tras de ella. Desde hace más de 15 años que se conocen y que hacen esa misma carrera. Son solamente 800 metros, que disfrutan corriendo, riendo y al llegar se tumban en la sombra y se hacen cosquillas.

¿Tienes tu algún remedio para invertir las capas de tu cebolla cuando te hace falta? ¿Crees que siempre debemos invertirla para sentirnos bien? ¿Conocer las capas que nos hacen sentirnos tristes o abatid@s nos puede ayudar? ¿Merece la pena tener la cebolla en un sentido? ¿Para ti, en cuál?

11 de enero de 2012

La rosa y el sapo

Hoy he tenido la oportunidad de comprobar que hay muchas personas que me apoyan, en muchos más momentos de los que me doy cuenta a simple vista.

En muchas ocasiones no apreciamos, no valoramos que gran parte de nuestro valor, de nuestro éxito, de nuestros logros se deben a lo que recibimos de los demás.

Me regalaron estas navidades un libro llamado “Cuentos con alma” (gracias) y rescato de ahí este cuento que me viene que ni pintado.

La rosa y el sapo

Había una vez una rosa roja muy bella; se sentía de maravilla por saber que era la rosa más bella del jardín.

Un día comprendió que la gente la miraba sólo de lejos y no se acercaba a ella.

Se dio cuenta que al lado de ella siempre había un sapo grande y oscuro, y que era por eso que nadie se acercaba a verla de cerca.

Indignada ante lo descubierto, le ordenó al sapo que se fuera de inmediato; el sapo, muy obediente, dijo:

- Está bien, si así lo quieres.

Poco tiempo después el sapo pasó por donde estaba la rosa y se sorprendió al verla totalmente marchita, sin hojas y sin pétalos.

Le dijo entonces:

- ¿Qué te pasó?

La rosa contestó:

- Es que desde que te fuiste las hormigas me han comido día a día, y nunca pude volver a ser igual.

El sapo sólo contestó:

- Pues claro, cuando yo estaba aquí me comía a esas hormigas y por eso siempre eras la más bella del jardín.

Autor desconocido.

¿Valoramos lo que recibimos de las personas que nos rodean?

¿Somos conscientes de todo el valor que nos aportan?

¿Nos damos cuenta que sin esas personas nosotr@s no seríamos quienes somos?

3 de enero de 2012

“Podemos elegir la clase de día que queremos pasar”. (Fish!)

Y si, realmente podemos elegir si queremos pasar un día con energía o sin ella, con un estado de ánimo de enfado, apatía o alegría. Podemos elegir con qué actitud me enfrentaré hoy a los pequeños o a los grandes inconvenientes que se me crucen, puedo elegir la actitud con la que iré a trabajar, con la que quiero salir a la calle y así, esta actitud empezará, inmediatamente, a contagiarlo todo, de forma que mi comportamiento se verá influido por ella.....¿Parece sencillo no?

Sin embargo, en ocasiones, después de haber elegido la actitud con la que afrontaré el día, salgo a la calle y ¡zas! Me topo con una realidad: la actitud que ha elegido el vecino, la vecina, el resto de personas con las que convivo en esta ciudad ¡no es la misma!

Entonces, puedo dejarme contagiar por la actitud y manera de comportarse de las otras personas. Por supuesto que puedo, la pregunta es ¿quiero? ¿Quiero fruncir el ceño nada más subir al metro y ladrar al que se sujeta al asidero con mi mano debajo? ¿Quiero pitar al conductor de delante que no se ha dado cuenta que el semáforo lleva 0,3 milisegundos en verde? ¿Quiero subir a un taxi y sin saludar, decir al conductor que me lleve a tal dirección y rápido porque tengo prisa? ¿Quiero olvidarme de sonreír, de saludar, de esperar, de respirar pausadamente,....?

Si la respuesta es si, ya sabemos qué es lo que viene después, puesto que seguro que se repiten las respuestas día a día, de una manera asombrosamente mágica. Me responderá el del metro que él estaba primero con un ladrido; el de delante sacará el dedo corazón para mostrármelo izado en su mano, el taxista me gruñirá y subirá la radio al máximo, etc.

Algunas personas lo llaman Karma, yo no digo que no. Si tal como nos dice la RAE se trata de la energía derivada de los actos, estaríamos hablando de karma.

Lo que si sé y lo he experimentado, es que puedo elegir no dejarme llevar por la corriente que generan las energías de mis congéneres y, aunque sea difícil, que sé que lo vais a decir, salir a la calle con mi plan maestro de afrontar el día con una actitud positiva, constructiva, con alegría y ligereza, con una sonrisa, al del metro, al taxista y al conductor de reflejos no tan veloces como los míos. Puedo saludar, dar los buenos días, puedo sujetar la puerta del metro a la persona que va a salir o entrar e incluso ayudar a una persona que baja ella sola un carrito de bebé.....puedo elegir hacer o dejar de hacer tantas cosas y también elijo cómo hacerlas. ¿Le ayudo a bajar el carrito refunfuñando porque llegaré tarde o con una sonrisa y alguna palabra amable al bebé? Dado que soy yo quien elijo, puedo hacerlo de cualquiera de las dos maneras.

Debe no ser algo tan fácil de hacer, puesto que muchos de mis congéneres no lo hacen, sin embargo, si que llego a percibir, en ocasiones, que después de un saludo o una sonrisa, la otra persona ha dejado de fruncir el ceño, o incluso también sonríe o saluda a otra persona. Si se contagian los ladridos, ¿por qué no se podrán contagiar las sonrisas?

Tampoco quiero decir que esta deba o no deba ser la actitud diaria de todo el mundo, puesto que cada cual elige. Lo que si creo que debemos asumir es que cada elección supone unas consecuencias determinadas y si elegimos lo primero, en cierta forma también estamos eligiendo lo segundo, las consecuencias. Así que lo que no vale es elegir contagiar el ladrido y el ceño fruncido para luego quejarme de lo poco amables que son “los demás”, que fíjate como fruncen el ceño y como gritan y ladran en lugar de hablar.

¿Qué día quieres tener hoy? ¿Qué te apetece contagiar? ¿Qué quieres recibir?